A dos metros bajo tierra (II): La ruta de la vida
((Posible Spoiler))
Digamos que sé qué se siente al abrir la caja de un disco y ponerlo
en el coche, tal y como hace Claire, la hija pequeña de la familia
Fisher, la que más se desespera por la vida, la que menos entiende todo,
la más artista, manifestando siempre su necesidad de encontrar un
sentido a todo mínimo detalle de su entorno. Tienes el disco en la
cabeza, lo has reservado para la ocasión y, ceremoniosamente, lo
introduces en el reproductor. Esa música es la que has elegido para tu
viaje. Es tu viaje personal e intransferible. Es tu viaje a las
profundidades del alma. Allí donde soplan vientos de vida pero también
se te congelan los huesos por la existencia de la muerte. Allí donde, a
fin de cuentas, la vida y la muerte forman parte de la misma ruta: ambas
son comienzos, ambas son finales, ambas se cruzan y confunden los
caminos, te confunden, mientras configuran tu espíritu errante, te
definen como persona, te muestran tal y como eres.
Creo que es el viaje que propone una serie como A Dos Metros Bajo Tierra.
Toni Castarnado y yo veníamos hablando desde hace meses de esta
fantástica serie y la necesidad que sentíamos los dos de escribir sobre
ella. Más allá de su calidad cinematográfica, nos pareció interesante
hacerlo en La Ruta Norteamericana por sus lazos musicales, tan bien
expuestos por Toni. La música, tan indispensable siempre en la buena
televisión, tenía una connotación extraordinaria en A Dos Metros Bajo Tierra. Toni lo contó de forma maravillosa,
y yo solo me limito ahora a detenerme en ese disco que se introduce en
el coche al final del todo. Más que nada porque ese disco en ese coche,
tal vez, define el espíritu de este blog, el alma de La Ruta
Norteamericana.
Recuerdo perfectamente cómo era el día que vi el último capítulo de A Dos Metros Bajo Tierra.
Como en las grandes ocasiones, me había preparado. Llevaba semanas
haciéndolo, a medida que caían capítulos y capítulos. Tenía la rara
sensación que el final sería una especie de explosión, como cuando te
aguantas las ganas de llorar y, súbitamente, humanamente, explotas.
Exploté en una mañana de sábado, con un sol intenso que se colaba por
los ventanales del salón, un sol casi parecido al que se aprecia en ese
último capítulo. Claire había metido la marcha y arrancado el coche, y
nadie tuvo que decirme que yo también estaba a punto de meter la marcha y
arrancar.
Digamos que sé qué se siente al mirar por el retrovisor y ver a la
persona que quieres alejarse a pesar de que corre y corre. La misma
persona que te dice que te levantes de la cama, que vela por tus sueños,
es la que se aleja por ese retrovisor. Al principio, nadie está
preparado para la muerte, ni siquiera en la familia Fisher que se
dedicaba al negocio funerario. A Claire nadie la explicó que la muerte
sería muy distinta a lo visto en las películas y oído en boca de otras
personas, que acudían a la funeraria que llevaba el apellido de su
padre. Pero qué más da que alguien lo hiciera, porque más importante que
eso era estar preparada para la vida. Y eso sí que tuvo que aprenderlo.
Eso sí que tenemos que aprenderlo. Y no se puede conducir mirando todo
el tiempo por el retrovisor. No se puede. Si lo haces, acabarás
estrellado, tirado en la cuneta, serás tu propio cadáver. Pero es
inevitable hacerlo de vez en cuando, hacerlo por instinto en cuanto
arrancas y pones la primera marcha. Recuérdalo: esa persona está
corriendo hacia ti pero se aleja. Estrictamente, esa persona se aleja, y
eso duele. En lo más hondo, te derrumba. Caes al vacío hasta sentir que
te ahogas en un pozo de lágrimas.
Digamos que sé qué se siente al conducir con lágrimas en los ojos.
Forma parte del viaje. Todo se nubla. Claire lloraba mientras avanzaba
por la carretera. Recuerdo terminar algún capítulo y quedarme sin habla,
solo, aturdido con mis pensamientos. Nada se decía con puntos y comas.
Al contrario, todo se sugería o flotaba en el viento. Y había que hacer
un esfuerzo por captarlo. Era increíble pero cierto: A Dos Metros Bajo Tierra
solía empezar cada capítulo con lágrimas. Las lágrimas que confirmaban
un fallecimiento, convertido al instante en epitafio en un fondo en
blanco. Siempre pensaba cuándo llegaría el puto epitafio tan esperado.
Lo temía. Cuando vi el último capítulo, no había fecha para el epitafio
pero lo sentía cerca. Suficiente para hacer saltar las lágrimas mientras
veía ese último capítulo. Sin embargo, fue grandioso. Surgió luz del
dolor. Era la culminación perfecta de A Dos Metros Bajo Tierra,
era un capítulo que guardaba toda la poesía de las profundidades del
alma, el epitafio perfecto para recordarte la vida, también la muerte.
Comprendí con dolor que la ruta está llena de curvas, paradas,
accidentes o acelerones pero siempre debe seguir su camino. De ti
depende conducir en una dirección o en otra, o simplemente conducir. Aún
con lágrimas en los ojos, debes agarrar el volante y poner rumbo en esa
ruta.
Como decía más arriba, me limito a detenerme en ese disco que sonaba
en el coche de Claire. Es una cuestión de necesidad. Desconocía quién
era Sia y su canción “Breathe me”, pero era perfecta para ese capítulo
final. Esas teclas del comienzo, esa voz susurrante, ese crescendo con
ese estribillo que culmina en un suplicante “Breathe me”, que podría
traducirse como “respira conmigo”, “dame aliento” o incluso “háblame en
voz baja”. Se me presentó como la simbiosis ideal entre el poder de A Dos Metros Bajo Tierra
y el poder de la música. Cuando me encontraba en esa mañana de sábado
contemplando el capítulo final, era yo quien buscaba el aliento o
necesitaba esa voz baja.
Digamos que sé qué se siente al enfilar la carretera con el
horizonte. Como Claire. Cuando contemplé casi sin respirar por primera
vez el último capítulo de A Dos Metros Bajo Tierra, las cosas eran muy distintas a como son ahora. No hace tanto tiempo, pero lo eran. El mejor final que he visto en la historia de la televisión (Spoiler),
y el cine, seguramente, me abrazó con toda su fuerza. Luz del dolor.
Entendí que el viaje por la ruta de la vida, a pesar de todo lo que nos
derrumba o nos da miedo, depende de nosotros. Somos conductores. Unos
señalan el camino a otros y esos otros a otros. Padres a hijos, hijos a
más hijos. Hermanos a hermanos. Amigos a amigos. Unos a otros. Es una
ruta tan larga que no vemos el fin. Tal vez, como decía la poesía que
leía Nate, porque no lo tiene.
Digamos que sé qué se siente al abrir la caja de un disco y ponerlo
en el coche, antes de partir, mirar por el retrovisor, conducir con
lágrimas en los ojos y enfilar la carretera con el horizonte. Me tocó
poner un disco determinado pero hoy, circunstancias de la vida, me toca
poner otro. Creo que algo he aprendido de las reflexiones de Nate,
Nathiel, Claire y la familia Fisher. También de quien me enseñó a
conducir. Todos seguimos nuestra ruta. Y desde hace unos días me toca
dar aliento, respirar en compañía y hablar en voz baja. Me toca una
nueva vida tras la muerte. Como ese árbol que descansa y crece sobre la
misma tierra que acoge, a dos metros bajo tierra, a las personas que nos
quisieron.
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