En el duelo
Cementerio de Eulate (Ameskoas-Nafarroa) |
«Portarse bien» en el duelo. #HacerLoQueSeDebe. Vivimos tan
enajenados y enajenadas de la muerte que no sabemos cómo actuar. Tenemos un lío
enorme en la cabeza. A mí me sucedió que tomé mi duelo como una
enfermedad de la que había que curarse cuanto antes. Creo que es un
error bastante común, porque en nuestra sociedad la muerte es vista como
una anomalía y el duelo, como una patología: «Hablamos constantemente
de muertes evitables, como si la muerte pudiera prevenirse, en vez de
posponerse», dice la doctora Iona Heath en su libro Ayudar a morir. Y
Thomas Lynch, ese curioso escritor norteamericano que lleva treinta años
siendo director de una funeraria, explica en El enterrador: «Siempre
estamos muriendo de fallas, anomalías, insuficiencias, disfunciones,
paros, accidentes. Son crónicos o agudos. El lenguaje de los
certificados de defunción —el de Milo dice fallo cardiopulmonar— es como
el lenguaje de la debilidad. De la misma manera, se dirá que la señora
Hornsby, en su pena, está derrumbada, destrozada o hecha pedazos, como
si hubiera algo estructuralmente incorrecto en ella. Es como si la
muerte y el dolor no formaran parte del Orden de las Cosas, como si el
fallo de Milo y el llanto de su viuda fueran, o debieran ser, fuente de
vergüenza.»
Y, en efecto, yo no quería sentirme avergonzada por mi dolor. Soy de
ese tipo de personas que siempre intentan #HacerLoQueSeDebe, por eso
saqué tantas matrículas de honor en el instituto. Así que procuré
plegarme a lo que creía que la sociedad esperaba de mí tras la muerte de
Pablo. En los primeros días, la gente te dice: «Llora, llora, es muy
bueno», y es como si dijeran: «Ese absceso hay que rajarlo y apretarlo
para que salga el pus.» Y precisamente en los primeros momentos es
cuando menos ganas tienes de llorar, porque estás en el shock, extenuada
y fuera del mundo. Pero después, enseguida, muy pronto, justo cuando tú
estás empezando a encontrar el caudal aparentemente inagotable de tu
llanto, el entorno se pone a reclamarte un esfuerzo de vitalidad y de
optimismo, de esperanza hacia el futuro, de recuperación de tu pena.
Porque se dice precisamente así: Fulano aún no se ha recuperado de la
muerte de Mengana. Como si se tratara de una hepatitis (pero no te
recuperas nunca, ése es el error: uno no se recupera, uno se reinventa).
No es mi intención criticar a nadie al contar esto: ¡Yo también he
actuado así, antes de saber! Yo también dije: Llora, llora. Y tres meses
después: Venga, ya está, levanta la cabeza, anímate. Con la mejor de
las intenciones y el peor de los resultados, seguramente. Con esto no
quiero decir que los deudos tengan que pasarse dos años vestidos de
luto, encerrados en sus casas y sollozando de la mañana a la noche, como
antaño se hacía. Oh, no, el duelo y la vida no tienen nada que ver con
eso. De hecho, la vida es tan tenaz, tan bella, tan poderosa, que
incluso desde los primeros momentos de la pena te permite gozar de
instantes de alegría: el deleite de una tarde hermosa, una risa, una
música, la complicidad con un amigo. Se abre paso la vida con la misma
terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo
de hormigón para sacar la cabeza. Pero, al mismo tiempo, la pena también
sigue su curso. Y eso es lo que nuestra sociedad no maneja bien:
enseguida escondemos o prohibimos tácitamente el sufrimiento.
De “La ridícula idea de no volver a verte”.- Rosa Montero
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