¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte?
¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte? Porque nuestro deseo instintivo es vivir y seguir viviendo, y la muerte es el cruel fin de todo lo que consideramos familiar. Tenemos la sensación de que, cuando llegue, nos veremos sumergidos en algo del todo desconocido, o que nos convertiremos en alguien completamente distinto. Imaginamos que nos encontraremos perdidos y confusos, en un ambiente extraño y aterrador. Nos imaginamos que será algo así como despertar en medio de una tormenta de ansiedad, solos en un país extranjero, sin conocer el territorio ni el idioma, sin dinero, sin conocer a nadie, sin pasaporte, sin amigos...
Quizá
la
razón más profunda de que temamos a la muerte es que ignoramos
quiénes
somos. Creemos en una identidad personal, única e independiente,
pero, si nos
atrevemos a examinarla, comprobamos que esta identidad depende
por completo de
una interminable colección de cosas que la sostienen: nuestro
nombre, nuestra
«biografía», nuestras parejas y familiares, el hogar, los
amigos, las tarjetas
de crédito... Es de este frágil y efímero sostén de lo que
depende nuestra seguridad.
Así que, cuando se nos quite todo eso, ¿tendremos idea de
quiénes somos en
realidad?
Sin
nuestras
propiedades conocidas, quedamos cara a cara con nosotros mismos:
una
persona a la que no conocemos, un extraño inquietante con quien
hemos vivido
siempre pero al que en el fondo nunca hemos querido tratar.
¿Acaso no es ese el
motivo de que tratemos de llenar cada instante de ruido y
actividad, por
aburrida y trivial que sea, para evitar quedarnos a solas y en
silencio con ese
desconocido?
¿Y
no
apunta eso hacia algo fundamentalmente trágico en nuestro estilo
de vida?
Vivimos bajo una identidad asumida en un neurótico mundo de
cuento de hadas que
no tiene más realidad que la Tortuga de Alicia en el País de
las Maravillas. Hipnotizados
por
el entusiasmo de construir, hemos edificado la casa de nuestra
vida sobre
cimientos de arena. Este mundo puede parecer maravillosamente
convincente hasta
que la muerte nos destruye la ilusión y nos saca de nuestro
escondite. ¿Qué será
entonces de nosotros si no tenemos la menor idea de ninguna
realidad más
profunda?
Cuando
muramos
lo dejaremos todo atrás, sobre todo este cuerpo al que tanto
hemos
apreciado, en el que tan ciegamente hemos confiado y al que con
tantos
esfuerzos hemos procurado mantener vivo. Pero la mente no es más
fiable que el
cuerpo.
Fíjate
unos
minutos en su mente. Comprobarás que es como una pulga, que no
cesa de
saltar de un lado a otro. Verás que los pensamientos surgen sin
ningún motivo,
sin ninguna relación...
Arrastrados por el caos de cada instante, somos víctimas de la volubilidad de nuestra mente. Si éste es el único estado consciente con el que estamos familiarizados, confiar en nuestra mente en el momento de la muerte es una apuesta absurda.
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