'El trabajo es conjunto, tanto el chico como la familia deben comprometerse con la terapia'
'El trabajo es conjunto, tanto el chico como la familia deben comprometerse con la terapia'
Fotografía de un adolescente interno en un centro de menores. | EL MUNDO
- Se decreta internamiento en maltratos especialmente graves o crónicos
- Para que haya cambios en la conducta los padres deben implicarse
- Los chicos pasan de hacer lo que les da la gana a un contexto muy estructurado
- Algunos de ellos, y sus padres, nos cuentan lo que sienten durante la reclusión
- Hijos que maltratan | Aprender a convivir | Cómo se produce | Dónde pedir ayuda
- 'La mayoría no sufre trastorno mental' | Conflictos en la adolescencia
"Que no nos grite, que me hable con respeto, que me dé un beso, que
desayune conmigo, que me felicite por mi cumpleaños...". Son gestos
cotidianos que los padres que han sufrido maltrato por parte de sus
hijos llevan años sin ver y que sueñan con recuperar por lo que
significan: el inicio de una nueva relación, de una nueva vida, sin
violencia. Estos deseos son algunos de los 'marcadores de éxito' que fijan las familias cuando los menores son recluidos en el centro 'El Laurel',
en Madrid. Es decir, conseguir un beso, una felicitación, que muestre
respeto... sería para los progenitores una clara señal de progreso, lo
que da una idea del grado de deterioro de la relación familiar después
de años de conflictos.
Primero insultan, luego rompen cosas en casa, después consumen drogas o pegan para ver hasta dónde le permiten sus padres... pero lo que necesitan es que les parenManuel Córdoba, director del centro de menores El Laurel
El internamiento en casos de maltrato es la medida más restrictiva y
los jueces de menores la decretan en los casos de agresiones que
revisten especial gravedad, son habituales y la situación se ha
cronificado. Como en las medidas de medio abierto, la intervención, que puede llevar desde seis a 12 meses,
tiene una dimensión terapéutica especializada y se incide en la
necesidad de que los progenitores participen activamente en ese proceso
de cambio para haya progresos, a pesar de que no exista un mecanismo
legal que les obligue a ello.
"Trabajamos desde la corresponsabilidad de la problemática.
Algunas familias tienen la percepción de que cuando un chaval entra
aquí, sólo él tiene que cambiar, pero la familia también debe hacerlo.
Nadie dudaría si a un hijo se le rompe el brazo, que su padre está
obligado a llevarle a un hospital, pero cuando hablamos de entrar en un
proceso terapéutico de carácter psicológico, ya se duda si tiene esa
misma responsabilidad. El trabajo es conjunto y tanto el chico como la
familia tienen que comprometerse", explica Manuel Córdoba, director del
centro de reforma 'El Laurel', que lleva cinco años aplicando en Madrid
un programa prionero especializado en maltrato familiar ascendente.
'Necesito que me pares'
En el centro de menores se trata de ordenar el caos en el que se
convertido la vida de estos jóvenes, la mayoría de entre 15 y 17 años.
Pasan, resume Córdoba, de "un contexto de que hacen lo que les da la
gana, cómo les da a gana, con quien les da la gana y cuando les da la
gana... a un contexto muy estructurado, que hacen lo que se les dice,
cuando se les dice y cómo se les dice", bajo una estricta normativa y
donde la falta de respeto o cualquier conato de agresividad deriva en
sanciones disciplinarias.
'En un principio lo llevé fatal, me costó mucho trabajo adaptarme y seguir las normas, pero una vez concienciado de que tengo que pasar aquí nueve meses, decidí intentar que fuese lo mejor posible y aprender algo".Un menor de 16 años recluido
Para ellos este paso de un contexto de libertad a otro de privación
de ella resulta "muy duro". En esta primera fase, cuando son recluidos,
muestran una "fuerte aversión" hacia su familia, la
culpabilizan de todo mientras minimizan sus propias conductas. Es una
situación de gran estrés psicológico, explica el director de El Laurel,
quien subraya la importante tarea de motivación que hay que hacer sobre
ellos en los primeros dos meses para que vean la necesidad de implicarse
en este proceso de cambio.
En estos primeros momentos, el joven recrimina a sus familias que le
hayan puesto una denuncia e, incluso, si mantiene conversaciones
telefónicas con sus padres, puede llegar a "coaccionarles o amenazarles"
para que la retiren o no declaren en el juicio. Pero en cuestión de un
mes, asegura, los "chicos aceptan que ese 'no' que les dicen las
familias con la denuncia lo necesitaban" e incluso "expresan
directamente, que lo estaban pidiendo a gritos: primero te insulto, luego rompo cosas en casa, después consumo drogas o te pego para ver hasta dónde me permites... pero lo que necesito es que me pares". "Hay que quitar el miedo a la denuncia", asegura.
Sumidos en un 'infierno'
Once padres que han dado ese paso han explicado a ELMUNDO.es cómo era
su situación familiar y cómo están viviendo la reclusión de sus hijos.
"Era difícil, estresante, muy complicada. Había violencia verbal y
física hacia objetos de la casa (mobiliario) y también alguna agresión
física (hacia mi pareja)", relata una de las madres. "Insufrible,
insostenible, muy doloroso", "mala, "una situación caótica, nefasta en
la convivencia (desesperación), describen el resto y a veces, una única
palabra es suficiente para resumir su vida, un "infierno".
Y los menores, una vez recluidos en el centro, con medida cautelar o
firme, tras ser denunciados por sus padres, ¿cómo se sienten? ¿qué creen
que les ha llevado hasta allí? "El malestar en todos los aspectos de mi
vida, fracaso escolar, movidas con los amigos, peleas continuas en casa
con mi padre, pero sobre todo el no poder estar bien conmigo mismo",
escribía a ELMUNDO.es un joven de 16 años. Otros achacan su
internamiento a la "mala convivencia" con su familia, "problemas de
conducta", "mala relación" con su "madre y su pareja, aparte del consumo
de drogas y problemillas de la calle"; "problemas familiares y malos
comportamientos", "mucha angustia"; "discusión con mi madre" y sólo uno
de ellos habla de "presunto maltrato a mi madre".
La mayoría de estos adolescentes responden a unos rasgos que les
diferencian del resto de jóvenes delincuentes: desarrollan esta
violencia en el ámbito familiar pero fuera de él suelen tener un
comportamiento normalizado, su empatía —capacidad de ponerse en el lugar
del otro— es baja o incluso inexistente, no controlan su impulsividad,
ni analizan su comportamiento. Y en este tipo de delitos hay un
porcentaje muy elevado de chicas adolescentes. Uno de cada tres internos es mujer mientras que, por otro tipo de conductas infractoras, el porcentaje es del 10-15% frente a un 80-85% de hombres.
Cuando la educación falla
Y estas características personales están directamente relacionadas con la educación recibida en las familias, procedentes de "todos los estratos sociales",
subraya Córdoba. "El estilo educativo no ha funcionado con ellos,
aunque sí lo haya hecho con otros hermanos o en otras etapas anteriores,
como la infancia; no se ha adaptado a la evolución del chico en la
adolescencia". Y pone un ejemplo muy gráfico: una madre sobreprotectora
motivada por el cariño hacia su hijo le proporciona todos los cuidados
de pequeño pero, cuando llega a la adolescencia, se esconde en la
discoteca para poder controlarle provocándole, cuando la descubre, tanta
indignación como daño en la "autoestima" y en la "seguridad en sí
mismo".
Desde 2007, han pasado más de 200 jóvenes por este centro, gestionado por la Fundación Respuesta Social Siglo XXI. Tiene una capacidad de 50 plazas y, actualmente, hay 40 menores internos.
Durante la jornada realizan actividades formativas y prelaborales
encaminadas a la reinserción, de ocio 'saludable' y de refuerzo al
estudio; pero la mayor parte del tiempo está dedicado a la realización
del programa psicoterapéutico, con sesiones individuales y grupales,
para que los menores puedan asumir la realidad y obtener recursos que
les ayuden a relacionarse con sus padres sin recurrir a la violencia.
Durante las terapias que hijos y padres reciben por separado durante
dos meses, se trata de hacerles entender "cómo se origina la agresión,
cómo se mantiene, por qué se da y darles estrategias alternativas
positivas". Y se abordan las pautas educativas y por qué no han sido
acertadas. Éstas se incluyen normalmente en un estilo autoritario (que provoca una reacción de violencia en el menor), permisivo ("los adolescentes exigen a gritos 'dame límites, que el mundo adulto no es lo que tú me has enseñado'") o ambivalente,
que alternan entre la autoritaridad y permisividad (el adolescente
reclama con violencia que se le dé una respuesta coherente para tener
una seguridad emocional).
En estos espacios, que se asemejarían a las escuela de padres, ambas
partes "se encuentran comprendidas desde el minuto cero", explica
Córdoba, porque se trata exclusivamente de los problemas (y soluciones)
de las familias que sufren este tipo de maltrato. Se organizan también
grupos de autoayuda para los familiares donde suelen descubrir esa luz
al final del túnel gracias al testimonio de otras personas que han
sufrido el mismo infierno pero que ya han comenzado a salir de él.
Entre la angustia y la esperanza
'En casos muy cronificados lo único que hemos podido transmitir a esas familias es que necesitan ayuda, pero esa ayuda no se la hemos podemos facilitar nosotros'Manuel Córdoba
Durante el internamiento, los padres pasan por diferentes etapas
emocionales y así lo explicaba por escrito una madre a ELMUNDO.es: "Al
principio, con situaciones de angustia y culpabilidad, pero gracias a
las terapias me he ido fortaleciendo y analizando mejor la situación y
las causas que nos han llevado a esto". La mayoría de los progenitores
que nos han brindando su testimonio reconoce que han llevado "mal",
incluso algunos de forma "traumática" la reclusión, que es un proceso
"difícil", "duro", pero al mismo tiempo lo viven con "esperanza", por el
"bien de su hijo".
El acercamiento a los padres, y víctimas, en el centro de menores es
progresivo. Los menores, por ley, tienen derecho a tener contacto con
sus padres, a través de llamadas y visitas, pero en momentos de crisis y
dada la conflictividad de la relación, éstas podrían ser perjudiciales
para el desarrollo del proceso terapéutico. "A veces el interés supremo del menor es que no tenga derecho a ver a su familia"
y se tienen que prohibir. Se solicita entonces una orden de alejamiento
judicial, pero con una cláusula que permita la posibilidad de
encuentros puntuales para que ambas partes se sometan a terapias
conjuntas.
Cuando ya hay ciertos avances en la intervencion terapéutica y los
menores asumen su responsabilidad, pero también empiezan a ver que es un
problema familiar, sienten "una gran descarga emocional". El
adolescente comienza a implicarse, a darse cuenta de que puede
"avanzar", de que se les está dando una oportunidad para mejorar la
relación con sus padres pero también a nivel laboral o formativa, que ya no está "sin hacer nada en el parque con sus amigos".
Entonces comienzan a mostrar "otra actitud ante los profesionales, sus
compañeros y su familia", explica Manuel Córdoba, con la satisfacción de
poder trasmitir que esos esfuerzos profesionales y personales provocan
un cambio real en las conductas.
| EL MUNDO
Las palabras que uno de los menores de 16 años escribe a ELMUNDO.es
después de pasar cuatro meses en El Laurel refleja fielmente esa
evolución y el sentir general sus compañeros: "En un principio lo llevé
fatal, me costó mucho trabajo adaptarme y seguir las normas, pero una
vez concienciado de que tengo que pasar aquí nueve meses, decidí
intentar que fuese lo mejor posible y aprender algo de esto, es decir
sacarlo algo de provecho a la situación".
A medida que se va observando una mejora de la relación se va incrementando el tiempo que padres y menor pueden pasar juntos,
primero visitas semanales en el centro y bajo supervisión para evitar
agresiones, y finalmente salidas al domicilio los fines de semana, las
primeras ocasiones sin pernoctar.
Cuando ya ha finalizado el periodo de reclusión y antes de integrarse en su familia, el menor pasa un periodo de unos cinco o seis meses de media en libertad vigilada
para adaptarse paulatinamente a su entorno y reducir el riesgo de
reincidencia. El juez puede decretar, entonces, que el joven pase a
cumplir esta medida en un piso de convivencia, como el gestionado por la
Fundación Amigó en Madrid, en el que tanto él como su familia sigue
recibiendo terapia.
Hay ocasiones en que hay que aceptar que la convivencia no es posible
y entonces las familias deben centrarse en conseguir una buena relación
pero sin permanecer en el mismo domicilio. Conscientes de esas
dificultades, algunos chavales al salir del centro se han independizado e
incluso ha habido algún un caso de emancipación legal de un menor de 16 años.
Y en los casos en los que se cumple el periodo de reclusión pero
permanece la situación de riesgo, se activa la red de protección social
para que haga el seguimiento de la familia y se puede llegar incluso a
solicitar una guarda judicial con ingreso del menor en un centro de
acogida o piso tutelado.
'Varitas mágicas no existen'
Los profesionales del centro se han encontrado a lo largo del pasado
año con situaciones de violencia cada vez más graves y que se perpetúan
en el tiempo, por lo que "la posibilidad de revertir es cada vez más
complicada", advierte el director de El Laurel. "No porque haya pasado
por El Laurel esto va a cambiar radicalmente. En casos muy cronificados
lo único que hemos podido transmitir a esas familias es que necesitan
ayuda, pero esa ayuda no se la hemos podemos facilitar nosotros".
El aumento de estos casos de violencia crónica entre los internos es
consecuencia indirecta de una recomendación de la Fiscalía General del
Estado de julio de 2010, en la que se instaba a recurrir a las medidas
de medio abierto, grupo familiar o educativo o libertad vigilada, para
intervenir sobre los menores que comenten un delito de maltrato familiar
ascendente. Se evita así, como ocurría anteriormente, que se proceda al
internamiento automático pero ahora se está retrasando la entrada de los que sí lo requieren y no hay tiempo suficiente para el desarrollo del programa terapéutico.
"Es complicado para los fiscales, que tienen que decidir en cuestión
de horas, pero la respuesta judicial en ocasiones no responde a las
necesidades del caso y nos viene a nosotros cinco meses después y ese
tiempo es crucial", advierte Córdoba, que cita incluso casos de chavales
que pasan sólo un mes internos y... "varitas mágicas no existen". Y,
además, a ese chico que no se le interna cuando es necesario "se le ha
generado una sensación de impunidad, ha pasado por el juzgado y la
respuesta es que vuelve a casa, las familias que han denunciado,
con lo costoso que es a nivel emocional, ven que no se ha resuelto el
problema y volver a denunciar les cuesta más todavía".
Estos casos crónicos son los casos más extremos, pero en general "los
resultados sorprenden gratamente". "Las familias salen contentas y
siguen contentas. Dicen que los chicos tienen sus tachones, pero ya son más manejables.
Notan que hay un progreso grande", asegura Córdoba, quien respalda sus
palabras con una cifra, la de la baja reincidencia, que en Madrid es del
2,6%. Pero al margen de los datos, la realidad que él ve a diario, de
chavales y padres rotos por la violencia, le lleva más allá: "La utopía
es que este centro desapareciese".
Y de deseos de cara a un futuro más cercano hablan también los padres
y los menores que han vivido esas situaciones de violencia extrema. "Que todo sea totalmente distinto, no ser como era antes
y que mi entorno pueda funcionar sin peleas", "estar mejor", "no tener
esos problemas", "controlar mis impulsos dentro y fuera de casa ",
conseguir "estabilidad", "cambiar y ser alguien de provecho en la vida",
"felicidad"... escriben a ELMUNDO.es los jóvenes con la confianza de
dar un vuelco a su vida a su salida del centro de menores. Los
progenitores, con mucha cautela, expresan su esperanza de que sus hijos
"mejoren", que "no vuelvan a caer en lo mismo", que puedan convivir con
"cierta tranquilidad" y "tener un mínimo de felicidad". En definitiva,
"volver a ser una familia".
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