Morir con dignidad
"Algunos profesionales son más proclives a centrarse en diagnosticar y tratar los males que en asistir al agonizante en sus últimos momentos, confortarle en su sufrimiento y aminorárselo"
La dura depresión que nos atenaza no debe hacernos olvidar otros
problemas igualmente graves, por ejemplo: cómo se muere en nuestro país y
cómo utilizamos (o no) las posibilidades de hacer que se muera “mejor”.
La pérdida de cualquier persona hunde en la desolación a todas las
que de verdad la han querido, pero si su muerte va acompañada de
sufrimientos innecesarios, remediables, a la amargura se suma la
indignación. Por desgracia, no faltan en hospitales y domicilios esa
clase de finales, propiciados por modos de proceder ética y
jurídicamente inaceptables, por fortuna minoritarios.
Las intervenciones sanitarias, y pocas se nos antojan más importantes
y difíciles, comprenden el conjunto de actos de atención al enfermo,
para su cura y alivio. Sin embargo, algunos profesionales —porque vivan
como un fracaso el óbito de su paciente o crean que ya nada es hacedero—
son más proclives a centrarse en diagnosticar y tratar los males que en
asistir al agonizante en sus últimos momentos, confortarle en su
sufrimiento y aminorárselo; con la inevitable consecuencia de un
tránsito innecesariamente penoso. Dos apuntes sobre el particular.
1) Como es sabido, el profesional ha de respetar en todo caso los
deseos del paciente, también cuando éste rechaza medidas de tratamiento
para prolongar su final, pues, según el art. 8.1. de la ley 41/2002,
“toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el
consentimiento libre y voluntario del afectado”. Es más: imponer un
tratamiento que implique molestias y/o sufrimientos para un enfermo
terminal, contra su voluntad, constituye un delito de coacciones.
2) Obviamente, el rechazo de tratamientos no deseados no genera per se un derecho del paciente a exigir al profesional que administre uno que éste considera desaconsejado por la lex artis
médica. Pero, cuando de paliar el sufrimiento se trata, este derecho a
exigir cobra plena vigencia. Pocas cosas vulneran más claramente la
dignidad de una persona que no atenuar su sufrimiento o no hacerlo de
modo suficiente, estando en nuestra mano, al punto de dar pie a un
delito contra la integridad moral. Y tal vulneración se produce en
nuestros hospitales o en nuestras casas siempre que un profesional se
niega a dispensar la sedación, cuando ésta se presenta —agotadas las
demás posibilidades— como la única forma de alivio eficaz para el
enfermo. En este contexto, algún profesional puede esgrimir la objeción
de conciencia, y al respecto ha de recordarse que las creencias y
convicciones del personal sanitario nunca pueden situarse por encima del
derecho del paciente a no sufrir ni, consecuentemente, pueden
justificar la denegación en sus últimos días del lenitivo que demanda y
precisa. Tampoco convence la (infundada) apelación a eventuales
responsabilidades penales derivadas de la sedación, pues jurídicamente
ésta no se considera como la producción de la muerte del paciente con
relevancia penal, sino como un procedimiento para hacerle más llevadera
una situación tan crítica —que acaso pueda adelantar brevemente un fin
ya muy próximo—.
A ninguno nos gustaría juntar a la mala suerte de morirse o de ver
morir a un ser muy querido (o a cualquiera), la de no contar con un poco
de ayuda para hacerlo de la forma más soportable posible. Es lo que
deseamos para todos: un final digno e indoloro.
Enrique Orts y Carmen Tomás y Valiente
son profesores del Instituto de Investigación en Criminología y
Ciencias Penales de la Universitat de València.
Suscriben también el
artículo A. Alonso, V. Baeza, J.C. Carbonell, E. Carbonell, V.
Cervelló, E. G. Moretó, J.L. González Cussac, E. Gorriz, A. Llabrés, A.
Matallín y M. Roig, miembros de este instituto.
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